Lo que el virus nos dejó
June 20, 2020
Tarde o temprano, el ser humano iba a necesitar de una lección de vida que le enseñara no solo a extrañar sino a valorar la esencia fundamental de la vida. Es inconcebible, para la mayoría aún, ver cómo el hombre moderno, dotado de virtudes y libertades, se ha visto obligado no sólo a coexistir sino convivir encerrado en un vaso de agua, que se encuentra dentro del vaso de agua en el que ya vivía y, así, parece ahogarse en este mismo sin alternativa alguna.
Es así como esta situación nos ha llevado a cuestionarnos si ¿tan vulnerables íbamos a resultar siendo como especie por qué y para qué necesitamos del machismo, el feminismo, el nazismo, el ego eurocéntrico, el concepto de supremacía americana y demás complejos de superioridad? Ha sido necesario un virus mortal que atacase indiscriminadamente a todos para comprender aquellos elementos que realmente son esenciales en la vida. Tal parece, que somos una especie dotada de un complejo de razonamiento empático lento, y nos auto gobernamos por él: se necesitó de dos guerras mundiales, cientos de guerras civiles y revoluciones, millones de muertos, y un virus globalizado con capacidad de destrucción masiva, para por fin comprender el concepto de igualdad entre todos aquellos a quienes podemos denominar como seres humanos plenos de derechos.
Ahora, es evidente la forma en que todos hablan de “lo que el virus se llevó”, sin embargo, no nos hemos dado a la tarea de preguntarnos: ¿y qué nos dejó? Para nadie es incierto que se llevó multiplicidad de cosas que componían lo efímero de la vida pre cuarentenal, y un sin número de superficialidades que, a vista del hombre, tienen la relevancia moral suficiente para hoy en día extrañar todas y cada una de ellas. Es increíble ver cómo todo resulta siendo tan relativo, quienes se quejaban de sus padres y ahora los tienen lejos, los añoran; los ateos piden a Dios poder volver a salir; quienes estaban cansados de salir cada fin de semana, desearían jamás haberse quejado; los planificadores cuadriculados compulsivos que planeaban todo a futuro, están ahora expuestos a vivir lo bonito y esencial del carpe diem. Martin Luther King Jr. dijo una vez “Yo tengo un sueño” y ahora decimos que estamos cansados de soñar; Netflix y los videojuegos se volvieron parte de la monotonía y perdieron su relevancia para los usuarios; quién reclamaba no tener tiempo libre, ya no encuentra qué hacer con él y Nueva York, la ciudad que nunca dormía, lleva meses en coma.
Más allá del daño superficial, cabe preguntarnos si sería entonces la única forma de obligarnos a cuestionarnos frente a si ¿la esencia de la vida se encuentra en las pequeñas cosas, y en cada uno de nosotros? El virus no se llevó la cercanía, solo la puso a prueba. Pues nos hemos visto obligados a desprestigiar las cosas materiales y monótonas del día a día nublador para extrañar lo esencial de un abrazo, una charla en la madrugada con los amigos, un almuerzo en casa de la abuela, un domingo en familia, nos vimos expuestos a extrañar a quienes les queda poco tiempo en este mundo terrenal y, así, valorar el tiempo cuando no se puede hacer nada para cambiarlo. También, hemos sido el experimento de prueba de lo que es vivir el amor en tiempos de cuarentena, pues llevamos más de dos meses viviendo de recuerdos.
Obligatoriamente hay que preguntarse: ¿Seremos capaces de demostrar lo que una vez prometimos a quienes dijimos amar, sin importar la distancia que hoy nos separa? Las relaciones, amistades, y matrimonios post cuarentenales sólidos serán todos aquellos que lo lograron, y quienes hablaron con acciones y no con palabras, pues amar es una capacidad que al igual que la de razonar, la aprendemos de forma retardada y a partir de los errores.
Mañana amanecerá y nada será distinto, pero ¿estamos esperando a que llegue la mañana en la que “regresemos a la normalidad”? Lo más probable, aunque si quitamos el velo de la vida que ha sido quitada, el problema era la normalidad y de esto deberíamos aprender para no recaer en ella. El virus se llevó las posibilidades y, aunque a ratos se nos lleve la esperanza camuflada de incertidumbre, no se llevó la fé; también se llevó las economías mundiales, pero nos dejó la tarea de replantearnos la dependencia que han caracterizado con rótulo de países tercermundistas; el virus se llevó el tiempo de vida social, pero nos dejó el tiempo en familia jamás visto antes; de igual modo, vació las sillas de los senados y de las juntas directivas de las grandes empresas, pero llenó los puestos de la mesa del comedor de las familias del mundo; cerró las discotecas, pero abrió los corazones; y ¡las iglesias solo cambiaron de sede! abrieron una nueva en cada hogar.
Ante cualquier vista sensata, es posible plantear que si el gran interrogante indaga por lo que el virus nos dejó, sería lógico responder que nos dejó la mayor enseñanza histórica y reflexión forzada del ser humano: la esencia de la vida la componen las pequeñas cosas; la casa de Dios está en el corazón de las familias, no en la iglesia; el amor es la coyuntura más fuerte que existe y, más importante aún, no se trata de valorar ni de arrepentirse, sino de aprender para nunca más tener que volverlo a hacer.
Jóvenes y adultos sin escrúpulos, o distinción alguna, puestos a la luz de la verdad; a una prueba infalible de amor, y un desafío a la humanidad, que no todos serán capaces, ni aptos de aprobar.
Ostentosos vehículos aglomerados en los parqueaderos, inmensos hangares llenos de aviones sin piloto, yates solitarios reposando en las bahías, oficinas en los últimos pisos de los edificios más altos con todas sus luces apagadas, y los dueños de todo esto, sentados en su comedor, cenando en familia, a la par de quienes en su vida se han concebido tener alguno de estos lujos. De una u otra forma, la naturaleza misma iba a encargarse de demostrar, con acciones y no con palabras, nuestro nivel no sólo de sometimiento ante lo insometible, sino para concebir las luchas humanas y salir victoriosos. Debemos empezar a creer por primera vez en un concepto denominado Igualdad cuando el virus nos deje.